Esa misma tarde, cuando por fin llegaste, puse un antiguo tronco sobre las ramas secas de un arbusto y ardió todo estrepitosamente. Ningún perro ladraba, ninguna nube evitaba su retirada y de nuevo estábamos juntos: los pájaros saltaban.
Lucas Videla entona
Esa misma tarde, cuando por fin llegaste, puse un antiguo tronco sobre las ramas secas de un arbusto y ardió todo estrepitosamente. Ningún perro ladraba, ninguna nube evitaba su retirada y de nuevo estábamos juntos: los pájaros saltaban.
Frente al río iban unos patos en viaje. El viento era calmo. Una garza aprovechaba los últimos momentos para caminar por el agua. No intentaba pescar, solo seguir hasta que la oscuridad bajase. Entonces aparecieron en mi memoria tus primas reclinándose en las columnas de la galería de nuestro antiguo club social venido a menos. Me pareció incluso que podría pintarlas.
En mi sueño, por la orilla del río, iba feliz al galope a caballo hasta que de pronto me caía, porque el animal pisaba un pozo, y dos toros, que estaban mirándome con los pies en el agua, arremetían para toparme. Pero, en el último instante, con lo justo, me esquivaban. Y casi enseguida, estando todavía en el suelo, me saludaban unos peones que pasaban por el río subidos a los mismos camalotes que veía de chico desde el barco de madera que parecía un pueblo flotante.
Me desperté agitado y abrí los postigones: la luz de la mañana asomaba encima de las copas de los eucaliptos.
Esa misma noche soñé que estábamos junto a la pileta rodeados de una bruma incipiente. Acostada en una reposera, un viento leve movía las ramas del sauce sobre tu cabeza. Te miré bien: no había en tu cara un rasgo de imperfección, tampoco de soberbia. Acomodándote en un costado de la reposera, en el sueño me decías: “Vení conmigo.” Pero, cuando me sacaba la remera para ir a tu lado, te levantabas alarmada. —La casa de Anselmo está en llamas —decías señalando el río. Y era cierto: en los plumerillos cercanos al agua había fuego y también en la casa.
Entre el humo unos carpinchos huían. —Se van —decías angustiada— hacia los brazos del río (esos brazos que también podían nadarse a caballo, pero con el riesgo de encontrar yararás en el agua).
Y después, al final del sueño, estaban los camalotes de siempre. Pequeñas islas de plantas con flores diminutas.
Hablabas de un punto que está
en los trinos de los zorzales,
y en sus saltos, cuando van
de un árbol a otro y rescatan
el perfume del bosque
minutos después de una tormenta.
En el sueño era un pájaro que cantaba en el borde de una ventana que reflejaba el cielo azul, no celeste. Varios gatos rondaban la galería y adentro, en su cuarto, dormía mi madre. Después, en el recuerdo, también está la iglesia, el canal, sus grises, el verdín, las enredaderas incipientes, los gorjeos y la lluvia tocándola. Y más allá, sobre las paredes de la muralla, las rosas chinas donde cantaban los pájaros. Es su forma de mostrar su alegría, dije. O quieren anunciar algo, agregaste.
Porque hace mucho
viste el fuego y el humo
desde los pastizales
acercándose a tu cuerpo.
Y desde entonces, una coraza
recibe la brea que agranda
la mancha de tu pecho.
Esa mancha que llegó
una noche de calor y luna llena
cosa rara, a lo lejos.
No solían sentirse durante la noche.
Pero eso había cambiado
junto al hecho de que los tordos
no estaban más en el roble del fondo.
Esa misma tarde, cuando por fin llegaste, puse un antiguo tronco sobre las ramas secas de un arbusto y ardió todo estrepitosamente. Ningún...